Recuerdo ese amanecer.
Colores, todos los colores, todos los hermosos colores, bailando en mi iris
como una tribu de nativos salvajes nativos alrededor del fuego lanzando cantos
ceremoniales al cielo. A ese cielo purpura que se convierte en naranja y otros cálidos
tonos que estallan en el cielo esta mañana de verano. Hay fuego en el cielo y
solo puedo observar asombrado y lanzar un “mierda” al aire. Estoy en cuclillas
en el borde del techo en una enorme casa de tres pisos en el centro de esta
ciudad de muertos en las aceras y jovencitas que salen de su hogar para nunca
regresar. Es una ciudad hermosa y triste, así lo pienso en ese momento. Por las
mañanas peco de optimista.
Un largo camino
amarillo sale de la verga de Jesús hasta llegar a la banqueta. Imagino una
pequeña Dorothy embarcándose en una gran aventura con sus diminutos zapatos
rojos desplazándose por el fluyente recorrido dorado. El gran mago de Oz al
final del camino, un gran charco de orina en la acera. Un gran y ridículo
fraude.
Ricardo sonríe complacido,
pasa su dedo índice y pulgar a través de su roja barba. Asemeja un policía
corrupto de Boston de alguna película de cine negro gringo, o un viejo beodo
irlandés contemplando los verdes prados de Dublín iluminado.
Faltan un par de horas
para que empiece mi jornada laboral y continuo mirando el vacío, el sol me reta
con su sardónica sonrisa de dios muerto y un deseo de arrojarme posee mi mente.
Soy el gran Ícaro, hijo de Dédalo y
tengo alas para volar. Vuelo…Despierto a un costado de la calle, en un charco
de mi vomito con un zumbido ensordecedor de avispas peleando a muerte con
abejas africanas en mi cabeza y para colmo con el culo al aire. Qué vergüenza, debí
haber muerto, me digo a mí mismo. Estoy sumergido en un anonadamiento
paralizante, como aguantar la respiración en una alberca publica, con los ojos abiertos,
el cloro y los miados infantiles quemando mis retinas, llegando a un nirvana
sub-acuático.
Me llevan al hospital
pero no sirve de nada: no tengo seguro médico. No recibo ningún tipo de atención
pero me regalan una caja de paracetamol, nada mal. No me he dado de alta en la
clínica que me corresponde porque soy flojo, irresponsable y me imagino
indestructible. Además no resisto los hospitales, no me gusto el olor de ese
lugar: hiede a pinol y muerte. Me crea una horrible sensación ver a la gente
enferma, desvalida, a un paso de la muerte alternar con mujeres obesas en licra
comiendo papitas mientras tratan de controlar niños desbocado corriendo por los
pasillos. Personas en sillas de ruedas o futuros difuntos en camillas haciendo
filas eternas para recibir una caja de paracetamol.
Me dejan en mi casa,
Jesús el gran equilibrista y Ricardo el viejo borracho dublinés. Luce la
preocupación en su rostro, su semblante difiere del de la noche anterior. Una
gran celebración pagana a la vida. Parece que la mañana no les sentó bien. En
cambio yo me siento de puta madre, creo que hoy no voy a trabajar.
Ese verano había
abandonado la universidad. Respeto demasiado la filosofía como para tratar de
ostentar el ridículo título de licenciado en la misma. Después de varias
semanas de sueño interrumpido por fin cedí a los deseos de mi madre y me
interne en la joven fuerza laboral. Me vi en la nómina de Block Buster. Pronto
estaría acomodando inverosímiles u olvidados títulos de películas en un formato
de inevitable desaparición. Obsoleto desperdicio tornasol próximo a convertirse
en ornamentaría de basurero municipal. Tenía dos días trabajando y me
incapacitaron dos semanas. Puedo decir que la suerte me sonríe de cerca,
pelando esos dientes de oro como de rapero que ostenta. Conozco a un tipo que
trabajaba en una carpintería que con tal de obtener unas vacaciones pagadas metió
el meñique en el camino de una sierra eléctrica. Sobra decir que no lo
incapacitaron y si extremidad quedo rebanada inútilmente. Mejor golpearse la
cabeza contra el pavimento y dar hogar a un panal de avispas en tu cráneo que
perder una falange. Hay que hacer sacrificios. Dos semanas pagadas de ver
Nickelodeon en mi cama comiendo Doritos: las bondades de las multinacionales.
A mi regreso a labores
recibí una barra de chocolate Hershey de parte de una compañera un tanto
regordeta, se mostraba algo preocupada. Otro compañero, un tipo alto y
desgarbado de ridícula piocha conocido en el lugar como una persona “graciosa”
encontraba muy divertida mi percance. Que sabía ese pobre diablo del gran Ícaro,
trapecista y amo absoluto de los cielos. Reía desparpajado y ruidoso como un
radio descompuesto. Termino nombrándome Juan Escutia, como aquel fallido niño
héroe. Incluso empecé a ostentar el dichoso apodo en mi gafete laboral en vez
del propio. La verdad no me molestaba mucho ya que siempre ha sido mi niño héroe
favorito. Mas por una cuestión azarosa debido a que el domicilio familiar se
encuentra en la avenida nombrada a en su honor. Aparte de él solo recuerdo a
Juan De la Barrera y a un tal Montes de Oca. Pero Escutia era especial, el gran
mito de la batalla de Chapultepec. Sobresale como un suicida iluminado o un
completo desquiciado. Se aventó por la ventana envuelto en el lábaro patrio y
se convirtió en leyenda, bueno así recuerdo lo relatado por mi maestra de
tercero de primaria. A veces entre los eternos tiempos muertos laborales
formulo teorías, imagino al joven Juan corriendo despavorido con fusil en mano
hacia la parte alta del castillo, al ver la inminente derrota, el fracaso de
sus compañeros y la proximidad del enemigo. En el paroxismo de sus nervios no
pudo visualizar una ruta de escape más adecuada que ir a parte alta como
adolescente rubia en película slasher gringa, tropezar con el asta, enredarse
en la bandera y salir disparado por la ventana. O tal vez lo que decía mi libro
de historia de la SEP sea cierto. Juan contemplando histriónico la devastación
que el enemigo propiciaba a su patria, su amada patria, la muerte, la sangre y
el honor se apoderaron de él y en un momento de plena lucidez y valentía tomó
la bandera, se envolvió en ella y se lanzó al vacío. Como Ícaro pensó que
podría volar.
Debo admitir que el
trabajo no estaba tan mal. Bueno el sueldo era una miseria pero como el cinéfilo
que me creía que era, se compensaba con el préstamo de películas. Además de
otras prestaciones como efectivo de la caja registradora y juegos de PlayStation
que sustraía para vender en algún turbio local del Pasito. Era un empleo que sólo
exigía el mínimo de mi atención y esfuerzo, así que pasaba el tiempo
contemplando a las bellas mujeres que acudían a rentar películas horribles en
estreno. Había varias asiduas que acudían una o dos veces por semana, solas o
acompañadas. Las tenía registradas en mi memoria y en la base de datos de la
tienda. Sus finos rostros, el color de su cabello, el tamaño de sus senos, la
forma de sus nalgas y su olor. Dios mío, su olor Existía una chica que lograba
hurtar mío total atención, era mi pequeña obsesión ¿pero quién no se inventa
una obsesión teniendo un empleo tan aburrido como este? Una chica pelirroja y
ese ya era motivo suficiente como para llamar la atención de cualquiera. Piel pálida
que seguro sabe a leche amarga. Ojos verdes de mirada perdida y retadora. Camisetas
de bandas de punk y jeans ajustados. Flaca la tipa y con ese olor mezcla de
fresas con crema y cannabis. Cada semana rentaba una temporada de Los Simpson y
yo la contemplaba, estudiaba y adoraba como un pagano al sol.
A veces pensaba
en apuntar su número telefónico o su correo electrónico, ponerme en contacto con ella e invitarla a
salir y porque no, pasar el resto de nuestros días juntos. Pero soy demasiado tímido,
o tal vez no lo suficientemente psicópata como para hacer eso. No me armaba de
valor para hablarle e impresionarla con mi vasto conocimiento cinematográfico hasta
que un día, mientras me encontraba absorto en el escote de Lindsay Lohan en la
portada de una comedia juvenil, escuche una voz pausada y grave, casi masculina.
Era ella, la pelirroja, acompañada de un rubio pandroso enfundado en pantalones
bombachos, quien demonios usa pantalones bombachos en esta década. Muérete hippie
de centro comercial. Ambos olían a mariguana y pequeñas líneas rojas interrumpían
el absoluto blanco de sus ojos claros. Entonces la pelirroja me pregunto si
estaba Blow en renta, mi compañero largo y de sonrisa idiota se quedó pensando
en cómo deletrear eso y emprendió la búsqueda en la vieja computadora. En ese
momento decidí que era hora de mostrar mi genio, detrás del silencio, esa
mirada absorta y pelo revuelto se encontraba un hombre culto, un cinéfilo, un crítico
empírico del séptimo arte, un diamante en bruto. Entonces abrí la boca solo
para confundir la obra de Michelangelo Antonioni con una película donde el
joven manos de tijera interpreta al chalan de Pablo Escobar. Tal vez estaba
nervioso o es difícil pensar con cientos de abejas dando vueltas en tu cráneo,
pero simplemente soy medio pendejo. Y así me miró la pelirroja, con cara de
pobre pendejo y se retiró dejando una estela verde en el aire. Qué vergüenza, debí
haber muerto.
Pero esto no acaba así, esta es mi historia y yo tengo el control
y puedo regresar la escena si quiero. Estoy de nuevo ante la pelirroja en busca
de una respuesta y le espeto que esto es un puto Blockbuster, no una mediateca
municipal con títulos de cine de arte grabados en casetes de VHS, claro que no
la tengo. Pero lo que si tengo en mi mochila es un cuarto de mota y las
primeras ocho temporadas de Los Simpson. Iríamos a la casa de los ricos padres
del rubio pandroso y nos plantaríamos ante una gran pantalla de alta definición.
Fumaríamos la yerba en una gran pipa de agua, comeríamos Cheetos directamente
de la bolsa y tomaríamos Tecate roja. Mi pelirroja no, ella tomaría Corona, esa
son las que le gustan. Me sentaría entre los dos en un gran y lujoso sillón, postraría
mis brazos alrededor de ellos, reiríamos viendo viejos episodios de Los Simpson
y ella sabría con un solo atisbo de mi mirada, que todo va a estar bien.
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