viernes, 3 de junio de 2016

Dolor de caballo





El sol se escapaba a hurtadillas entre las copas de los arboles que nos hacían sombra en ese momento. Me mecía suavemente el casi imperceptible movimiento de las ramas y los cálidos rayos solares completaban un agradable entumecimiento que tenía tiempo buscando. Me afanaba en ver el sol, mirar su ojo, percibir su guiño y sonrisa ufana de dios pagano bailando sobre nuestras cabezas.

Mientras el astro calaba en mi ojo atravesando las infinitas playas celestiales, bebía a sorbos el fino brebaje de Kool- Aid de frutas y mezcal que me acercaba el Ringo. Para ese momento ya nos habíamos inoculado vía oral un six de cerveza, de cuyos tristes caparazones vacios yacían al lado del bote plástico de Tonayan sobre las poliformes rocas y el pasto seco de ese calmo paramo citadino donde celebrábamos nuestra habitual tertulia antes de entrar a clases. Por lo general bebíamos un poco antes de ir a la escuela por el simple hecho de que éramos adolescentes tratando de pertenecer a algo, aferrarnos a algo, aunque fuera a un litro de aguardiente de tapa amarilla.

Entonces le pasaba el recipiente al Villa, que solo le daba sorbos y reía como descerebrado con el dialogo que sosteníamos el Ringo y yo. Villa en cambio no solía hablar mucho, parecía absorto en profundos pensamientos que difícilmente podrían expresarse en un plano verbal. Él se limitaba a reír y dar esporádicos tragos al elixir. Para ser estudiantes de bachilleres, el alcohol no era difícil de conseguir. El Ringo era un adulto prematuro, un tipo grande y peludo que debía rasurarse diario para cumplir el reglamento de la escuela. Cada día pasaba la navaja por debajo de su aguileña nariz para apear de raíz su fino y desprolijo bigote. Pero era mitad de semana y portábamos el uniforme escolar, aunque eso realmente no fuera un impedimento, había métodos para llegar al santo grial, tomar el cáliz entre las manos, sentir el frio metal en las yemas de tus dedos y emborracharte con la sangre de Cristo o un poco de licor de caña. Un método infalible era esperar a las afueras del expendio de licores a la llegada de un amable caballero que nos hiciera el favor de abastecernos de alcohol y cigarros. Estas tareas se las encomendábamos al Villa: hombre de acción y pocas palabras, quien regresaba triunfante con las bebidas y los faros sin filtro de a diez pesos la cajetilla. El único problema es que las cervezas que portaba nuestro mudo héroe eran Dos Equis.


¿Por qué carajo compraste Dos Equis?- le inquirí, pero el sólo se limitaba a mirarme fijamente con sus ojos saltones y sonrisa de zafio.
¿Por qué chingados no pediste unas putas Tecates rojas?-pregunté.
No sé.- alcanzó a musitar entre sus aperlados dientes.
Fumaba con el cigarro sostenido entre el pulgar e índice de mi mano derecha expulsando ligeras bocanadas y una esporádica tos que trataba a toda costa de disimular para no ver  arruinado mi prestigio de fumador empedernido, de bebedor disoluto, de dipsómano consumado.

Me sentía bien, me sentía fuerte y seguro a pesar de no tener la certeza de ser hombre o niño, o qué carajo haría con el resto de mi vida.
Entre parpadeos y el mesmerizante recorrido de las nubes llego un hombre de piel morena, barba de candado y cabello al ras de su cabeza. Quedó de pie a un lado nuestro, se puso en cuclillas, extrajo de la bolsa de su camisa un cigarro y lo enciende. El inconfundible olor a marihuana hace su aparición, ese aroma que habría de conocer tan bien como el perfume de mi madre, o el de la tierra mojada. Nos invito a fumar y extendió la mano con el canuto ardiendo y nuestras miradas se encontraron para rápidamente perderse en el cielo o en el suelo o donde sea que se pierdan las miradas para regresar hirsutas y agobiadas como las miradas de los perros. Transcurrieron unos instantes que se antojaban eternos hasta que Villa se levanto de su asiento- desde su inacción casi budista- y sin proferir palabra alguna  coloco el porro primero entre sus dedos y luego entre sus labios y le dio una gran calada al cigarro forjado a mano, artesanalmente ,por nuestro afable anfitrión. Todos fumamos, todos reímos y nuestros ojos asemejaban luciérnagas. El artesano platicó un poco y se retiro lentamente a iniciar su jornada laboral en la maquiladora que estaba al costado del arroyo donde nos encontrábamos-nuestra guarida: un nicho de resplandeciente naturaleza y bolsas vacías de Tecate y Doritos.

Todo es neblina y dulce denzura. Entre bocanadas de cigarro y tragos de cerveza amargos suelto una carcajada que me extraña y me asusta, la siento ajena a mí-como otra voz emergiendo de mi pecho, como si alguien hubiera cambiado la partitura de la música que emana de mis entrañas.

Era un día perfecto, tan perfecto que me olvidaba de mi mismo. Y había cierta información que no compartí con mis compañeros: antes de salir de casa había tomado una docena de pastillas de clonazepam que extraje sutilmente de la gaveta de medicinas de mi abuela. Se las recetaban pero no las tomaba. Así como las recibía, así las acumulaba en su cajón. Por eso era imposible que se diera cuenta si faltaba alguna caja o faltaban cinco. A veces me tomaba un par y me dejaba entumecer suavemente mientras veía televisión un domingo por la tarde; una perfecta abulia de fin de semana. A veces las vendía a algunos personajes de la cuadra que gustaban de ellas: una a diez pesos, la docena a cien. Era un microempresario en ciernes, un vendedor emergente, un joven emprendedor y con iniciativa.

No le comente nada de esto al Ringo o al Villa, solo deje que ese cálido estupor se apoderara de mí, mientras el sol calentaba mi piel.
Todo se sentía bien, completamente bien, al momento que una neblina tornasol se colaba por mis fosas nasales hasta inundar mi cavidad craneal.
Al despertar me encontré a un lado de la entrada al Colegio de Bachilleres número 4 recostado en un charco de vómito, mi propio vomito. El Ringo y Villa habían desaparecido y ya era de noche. Todo era confusión y niebla. Entonces alcanzaba a escuchar algo, una especie de aullido, de graznido. Era una voz nasal y de terrible dicción, me atormentaba, hasta que pude distinguir de quien provenía este enloquecido canto de sirena.

El campeón me miraba atónito, examinándome como lo haría un niño que ha encontrado un animal moribundo en su jardín. Le dije que cerrara la pinche boca, me miro sorprendido y después se limitó a sonreír, como lo hace siempre a la menor provocación. El campeón, no sabía su nombre real, nadie parecía saberlo en la escuela, todos lo llamábamos con ese apodo que le pondrías a tu mascota. Y no es que fuera un mal tipo, solo que era algo lerdo y se esforzaba demasiado en agradar y terminaba siendo totalmente repulsivo. Era tan bien intencionado que repelía.
Bueno, no sé cómo me convenció, o tal vez es que no tenía ninguna alternativa, lo termine siguiendo a su casa a un par de cuadras del Bachilleres, entre balbuceos y un caminar desequilibrado de mi parte.

El campeón vivía con su padre, otro hombre de buenas intenciones y sonrisa de idiota. Eran una familia de testigos de jehová y su madre los había abandonado, renegando de su familia y su religión. Se fugó a El paso, con un ranchero tejano y el Campeón nunca volvió a saber de ella. La pobre mujer debió acabar por hartarse de ese par de bien intencionados con mirada abnegada.

Mientras tanto padre e hijo me subían a regañadientes a su automóvil para llevarme a mi casa y ponerme a salvo de mí mismo. Después de varios minutos de dar vueltas por mi colonia, sin especificar cuál era mi domicilio, me baje del auto, azote la puerta y decidido a dar un paseo por el barrio, mi barrio, ya llego su rey.

Me dirigía a las canchas donde sabia, podría encontrar caras conocidas para no pasar a solas esta borrachera, pero mi trayecto se vio interrumpido por todas esas sustancias que entorpecían mi organismo y la terrible gravedad. Me encontraba ya a nivel del cielo, viendo las estrellas, tratando de encontrar constelaciones que no conocía.
Bajo la luz de un faro en un callejón de la Infonavit Nacional, yacía reposando el rey del barrio, el rey de la Infonavit Nacional. En ese momento me comparaba a mí mismo con esos nobles hombres barbados de apariencia desaliñada que veía recostados a la sombra o deambulando por las calles del centro de la ciudad, cuando acudía a jugar maquinitas y comer banderillas y churros rellenos de cajeta de leche de cabra. Ya era como ellos un hombre, un iluminado, un hombre de conocimiento. Una aureola comenzaba a formarse sobre mi cabeza en llamas.

En medio de mis delirios de grandilocuencia e iluminación reaparecen como pesadilla, el par de testigos de jehová con sus miradas de perros asustados y tristes. Habían encontrado a un amigo que conocía la dirección exacta de mi casa, me tomaron entre brazos, me levantaron del suelo que ya consideraba mi hogar y me arrastraron hasta la puerta de mi casa. Campeón padre toco a la puerta tres veces de forma discreta y educada, con la mirada en sus zapatos, pensativo.

Apareció mi abuela, abúlica, de semblante fuerte. Me dedico una fría mirada y una más enérgica a Campeón y su padre, que aguardaba diáfano, solemne como quien se prepara para dar un gran discurso sobre el bien, el mal y nuestro señor Jesucristo. Mi abuela me indico entrar y procedió a cerrar la puerta con un solo y rápido movimiento en las narices de los testigos de Jehová, imposibilitando el sermón y un poco de proselitismo de su parte. Se fueron con el rabo entre las patas, supongo ya están más que acostumbrados.

Me recosté en mi cama y vomite por largo rato. Mis padres parecían no estar y me alegraba de ello. Desperté después de dieciséis horas de sueño. No recuerdo que soñé, tal vez nada. Por días todo fue un gran vacío y niebla. Al salir de la cama encontré mi cuarto impecable, no había rastro de mi vómito, como si no hubiera pasado nada. Mis padres ya se habían marchado a trabajar en turnos maratónicos a la maquiladora, parecía nunca verlos, eran fantasmas y mis hermanos menores ya estaban en la escuela. Mi abuela se encontraba en la cocina, como siempre, distante, en su propio mundo. Emanaban diversos olores: a carne y verdura hirviendo, cebolla y chile, que no significaban nada para mí.

Me dirigí al baño, no podía pensar con claridad y me movía torpemente. Abrí la llave del grifo y tome un sorbo. El agua se deslizaba por mi seco paladar y garganta y sentía que la vida volvía a mí. Decidí marcharme a la escuela, sería lo mejor, tal vez hallaría respuestas a lo que había pasado. Me acicale y me puse el uniforme recién lavado y planchado, al pasar por la cocina dirigí una mirada tímida hacia mi abuela tratando de adivinar algo, una idea, una emoción en sus pupilas negras, pero nada. No comento nada del incidente del día anterior, así que emprendí mi camino, antes de partir alcance a escuchar un: “Que te acompañe Dios”, como todos los días.

Era como si nada hubiera pasado, un mal sueño. Los faros sin filtro, el Tonayan, las espantosas dos equis, la marihuana, el empleado de la maquiladora, el Ringo, el Villa y los testigos de Jehová. Todo fue un mal sueño, una triste y absurda broma.
Me sentí adormecido durante dos semanas y una terrible sensación en la boca del estómago que conservo hasta el día de hoy. Nunca volví a tomar dos equis.

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