El sol se escapaba a hurtadillas entre las
copas de los arboles que nos hacían sombra en ese momento. Me mecía suavemente
el casi imperceptible movimiento de las ramas y los cálidos rayos solares
completaban un agradable entumecimiento que tenía tiempo buscando. Me afanaba en
ver el sol, mirar su ojo, percibir su guiño y sonrisa ufana de dios pagano bailando
sobre nuestras cabezas.
Mientras el astro calaba en mi ojo
atravesando las infinitas playas celestiales, bebía a sorbos el fino brebaje de
Kool- Aid de frutas y mezcal que me acercaba el Ringo. Para ese momento ya nos
habíamos inoculado vía oral un six de cerveza, de cuyos tristes caparazones
vacios yacían al lado del bote plástico de Tonayan sobre las poliformes rocas y
el pasto seco de ese calmo paramo citadino donde celebrábamos nuestra habitual
tertulia antes de entrar a clases. Por lo general bebíamos un poco antes de ir
a la escuela por el simple hecho de que éramos adolescentes tratando de
pertenecer a algo, aferrarnos a algo, aunque fuera a un litro de aguardiente de
tapa amarilla.
Entonces le pasaba el recipiente al Villa,
que solo le daba sorbos y reía como descerebrado con el dialogo que sosteníamos
el Ringo y yo. Villa en cambio no solía hablar mucho, parecía absorto en
profundos pensamientos que difícilmente podrían expresarse en un plano verbal. Él
se limitaba a reír y dar esporádicos tragos al elixir. Para ser estudiantes de
bachilleres, el alcohol no era difícil de conseguir. El Ringo era un adulto
prematuro, un tipo grande y peludo que debía rasurarse diario para cumplir el
reglamento de la escuela. Cada día pasaba la navaja por debajo de su aguileña
nariz para apear de raíz su fino y desprolijo bigote. Pero era mitad de semana
y portábamos el uniforme escolar, aunque eso realmente no fuera un impedimento,
había métodos para llegar al santo grial, tomar el cáliz entre las manos,
sentir el frio metal en las yemas de tus dedos y emborracharte con la sangre de
Cristo o un poco de licor de caña. Un método infalible era esperar a las
afueras del expendio de licores a la llegada de un amable caballero que nos
hiciera el favor de abastecernos de alcohol y cigarros. Estas tareas se las encomendábamos
al Villa: hombre de acción y pocas palabras, quien regresaba triunfante con las
bebidas y los faros sin filtro de a diez pesos la cajetilla. El único problema
es que las cervezas que portaba nuestro mudo héroe eran Dos Equis.
¿Por qué carajo compraste Dos Equis?- le
inquirí, pero el sólo se limitaba a mirarme fijamente con sus ojos saltones y
sonrisa de zafio.
¿Por qué chingados no pediste unas putas
Tecates rojas?-pregunté.
No sé.- alcanzó a musitar entre sus
aperlados dientes.
Fumaba con el cigarro sostenido entre el
pulgar e índice de mi mano derecha expulsando ligeras bocanadas y una
esporádica tos que trataba a toda costa de disimular para no ver arruinado mi prestigio de fumador empedernido,
de bebedor disoluto, de dipsómano consumado.
Me sentía bien, me sentía fuerte y seguro
a pesar de no tener la certeza de ser hombre o niño, o qué carajo haría con el
resto de mi vida.
Entre parpadeos y el mesmerizante
recorrido de las nubes llego un hombre de piel morena, barba de candado y cabello
al ras de su cabeza. Quedó de pie a un lado nuestro, se puso en cuclillas,
extrajo de la bolsa de su camisa un cigarro y lo enciende. El inconfundible
olor a marihuana hace su aparición, ese aroma que habría de conocer tan bien
como el perfume de mi madre, o el de la tierra mojada. Nos invito a fumar y
extendió la mano con el canuto ardiendo y nuestras miradas se encontraron para
rápidamente perderse en el cielo o en el suelo o donde sea que se pierdan las
miradas para regresar hirsutas y agobiadas como las miradas de los perros. Transcurrieron
unos instantes que se antojaban eternos hasta que Villa se levanto de su
asiento- desde su inacción casi budista- y sin proferir palabra alguna coloco el porro primero entre sus dedos y
luego entre sus labios y le dio una gran calada al cigarro forjado a mano,
artesanalmente ,por nuestro afable anfitrión. Todos fumamos, todos reímos y
nuestros ojos asemejaban luciérnagas. El artesano platicó un poco y se retiro
lentamente a iniciar su jornada laboral en la maquiladora que estaba al costado
del arroyo donde nos encontrábamos-nuestra guarida: un nicho de resplandeciente
naturaleza y bolsas vacías de Tecate y Doritos.
Todo es neblina y dulce denzura. Entre
bocanadas de cigarro y tragos de cerveza amargos suelto una carcajada que me
extraña y me asusta, la siento ajena a mí-como otra voz emergiendo de mi pecho,
como si alguien hubiera cambiado la partitura de la música que emana de mis
entrañas.
Era un día perfecto, tan perfecto que me
olvidaba de mi mismo. Y había cierta información que no compartí con mis
compañeros: antes de salir de casa había tomado una docena de pastillas de
clonazepam que extraje sutilmente de la gaveta de medicinas de mi abuela. Se
las recetaban pero no las tomaba. Así como las recibía, así las acumulaba en su
cajón. Por eso era imposible que se diera cuenta si faltaba alguna caja o
faltaban cinco. A veces me tomaba un par y me dejaba entumecer suavemente
mientras veía televisión un domingo por la tarde; una perfecta abulia de fin de
semana. A veces las vendía a algunos personajes de la cuadra que gustaban de
ellas: una a diez pesos, la docena a cien. Era un microempresario en ciernes,
un vendedor emergente, un joven emprendedor y con iniciativa.
No le comente nada de esto al Ringo o al
Villa, solo deje que ese cálido estupor se apoderara de mí, mientras el sol
calentaba mi piel.
Todo se sentía bien, completamente bien,
al momento que una neblina tornasol se colaba por mis fosas nasales hasta
inundar mi cavidad craneal.
Al despertar me encontré a un lado de la
entrada al Colegio de Bachilleres número 4 recostado en un charco de vómito, mi
propio vomito. El Ringo y Villa habían desaparecido y ya era de noche. Todo era
confusión y niebla. Entonces alcanzaba a escuchar algo, una especie de aullido,
de graznido. Era una voz nasal y de terrible dicción, me atormentaba, hasta que
pude distinguir de quien provenía este enloquecido canto de sirena.
El campeón me miraba atónito, examinándome
como lo haría un niño que ha encontrado un animal moribundo en su jardín. Le
dije que cerrara la pinche boca, me miro sorprendido y después se limitó a sonreír,
como lo hace siempre a la menor provocación. El campeón, no sabía su nombre
real, nadie parecía saberlo en la escuela, todos lo llamábamos con ese apodo
que le pondrías a tu mascota. Y no es que fuera un mal tipo, solo que era algo
lerdo y se esforzaba demasiado en agradar y terminaba siendo totalmente
repulsivo. Era tan bien intencionado que repelía.
Bueno, no sé cómo me convenció, o tal vez
es que no tenía ninguna alternativa, lo termine siguiendo a su casa a un par de
cuadras del Bachilleres, entre balbuceos y un caminar desequilibrado de mi
parte.
El campeón vivía con su padre, otro hombre
de buenas intenciones y sonrisa de idiota. Eran una familia de testigos de jehová
y su madre los había abandonado, renegando de su familia y su religión. Se fugó
a El paso, con un ranchero tejano y el Campeón nunca volvió a saber de ella. La
pobre mujer debió acabar por hartarse de ese par de bien intencionados con
mirada abnegada.
Mientras tanto padre e hijo me subían a
regañadientes a su automóvil para llevarme a mi casa y ponerme a salvo de mí
mismo. Después de varios minutos de dar vueltas por mi colonia, sin especificar
cuál era mi domicilio, me baje del auto, azote la puerta y decidido a dar un
paseo por el barrio, mi barrio, ya llego su rey.
Me dirigía a las canchas donde sabia, podría
encontrar caras conocidas para no pasar a solas esta borrachera, pero mi
trayecto se vio interrumpido por todas esas sustancias que entorpecían mi
organismo y la terrible gravedad. Me encontraba ya a nivel del cielo, viendo
las estrellas, tratando de encontrar constelaciones que no conocía.
Bajo la luz de un faro en un callejón de
la Infonavit Nacional, yacía reposando el rey del barrio, el rey de la
Infonavit Nacional. En ese momento me comparaba a mí mismo con esos nobles
hombres barbados de apariencia desaliñada que veía recostados a la sombra o
deambulando por las calles del centro de la ciudad, cuando acudía a jugar
maquinitas y comer banderillas y churros rellenos de cajeta de leche de cabra.
Ya era como ellos un hombre, un iluminado, un hombre de conocimiento. Una
aureola comenzaba a formarse sobre mi cabeza en llamas.
En medio de mis delirios de grandilocuencia
e iluminación reaparecen como pesadilla, el par de testigos de jehová con sus
miradas de perros asustados y tristes. Habían encontrado a un amigo que conocía
la dirección exacta de mi casa, me tomaron entre brazos, me levantaron del
suelo que ya consideraba mi hogar y me arrastraron hasta la puerta de mi casa. Campeón
padre toco a la puerta tres veces de forma discreta y educada, con la mirada en
sus zapatos, pensativo.
Apareció mi abuela, abúlica, de semblante
fuerte. Me dedico una fría mirada y una más enérgica a Campeón y su padre, que
aguardaba diáfano, solemne como quien se prepara para dar un gran discurso
sobre el bien, el mal y nuestro señor Jesucristo. Mi abuela me indico entrar y procedió
a cerrar la puerta con un solo y rápido movimiento en las narices de los
testigos de Jehová, imposibilitando el sermón y un poco de proselitismo de su
parte. Se fueron con el rabo entre las patas, supongo ya están más que
acostumbrados.
Me recosté en mi cama y vomite por largo
rato. Mis padres parecían no estar y me alegraba de ello. Desperté después de
dieciséis horas de sueño. No recuerdo que soñé, tal vez nada. Por días todo fue
un gran vacío y niebla. Al salir de la cama encontré mi cuarto impecable, no
había rastro de mi vómito, como si no hubiera pasado nada. Mis padres ya se
habían marchado a trabajar en turnos maratónicos a la maquiladora, parecía
nunca verlos, eran fantasmas y mis hermanos menores ya estaban en la escuela.
Mi abuela se encontraba en la cocina, como siempre, distante, en su propio mundo.
Emanaban diversos olores: a carne y verdura hirviendo, cebolla y chile, que no
significaban nada para mí.
Me dirigí al baño, no podía pensar con
claridad y me movía torpemente. Abrí la llave del grifo y tome un sorbo. El
agua se deslizaba por mi seco paladar y garganta y sentía que la vida volvía a mí.
Decidí marcharme a la escuela, sería lo mejor, tal vez hallaría respuestas a lo
que había pasado. Me acicale y me puse el uniforme recién lavado y planchado,
al pasar por la cocina dirigí una mirada tímida hacia mi abuela tratando de
adivinar algo, una idea, una emoción en sus pupilas negras, pero nada. No
comento nada del incidente del día anterior, así que emprendí mi camino, antes
de partir alcance a escuchar un: “Que te acompañe Dios”, como todos los días.
Era como si nada hubiera pasado, un mal sueño.
Los faros sin filtro, el Tonayan, las espantosas dos equis, la marihuana, el
empleado de la maquiladora, el Ringo, el Villa y los testigos de Jehová. Todo
fue un mal sueño, una triste y absurda broma.
Me sentí adormecido durante dos semanas y
una terrible sensación en la boca del estómago que conservo hasta el día de
hoy. Nunca volví a tomar dos equis.
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